Cuando niños dibujábamos casitas algo cuadradas, tejas rojas y una banderita chilena.
Caminando por Valparaíso, por la zona del Muelle Barón, vi casi al lado del mar una escena increíble: Era como un hogar sin techo. Con una mesa para cenar, con sus cubiertos. Incluso un tarro repleto con flores silvestres. Y al centro, una cama grande. Una pareja dormía abrazada y con suma placidez. Mas tres perros con los que compartían el lecho y su calor.
Esa escena que grabé en mi mente, tan plena de amorosa inocencia, al siguiente día fue doloroso recuerdo. Una feroz tormenta había arrasado con todo.
No he vuelto a ese lugar. Creo que ahora está en proyecto construir un Mall. Poco novedosa idea. Y que nos priva de revisitar sitios que avivan nuestras memorias.
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Viví mi adolescencia en San Fernando. Los años mas hermosos de mi juventud.
En un viaje al Sur pensé que iba a llenarme los ojos con las montañas y el verdor de los campos.
Y que trataría de ver la entrada a la que fue mi ciudad. ¡Infausto pensamiento!
Todo el camino fue ir por un carretera eterna bordeada de vallas. Me sentí como un caballo con anteojeras.
No pude disfrutar de la ruta rural . Tanto así que pasé frente al cruce de San Fernando sin percatarme de ello.
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Llamo a un amigo de esa ciudad. Me dice alborozado que me dice que hay supermercados, malls y que, donde estuvo su casa están construyendo un edificio de más de 12 pisos.
Y frente a la que fue mi casa paterna ya está funcionando un edificio de departamentos.
Le respondo, entristecido, que esas son las mejores razones para no volver a esa ciudad.
La recuerdo con calles tranquilas con arboles, poquísimas casa de mas de un piso.Salvo algunas oficinas públicas, el Banco del Estado, el Teatro Municipal y el centenario Liceo "Neandro Schilling", donde estudié
Y con el campo y las montañas a la vista y al alcance de cualquier caminante.
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Cuando niño leí en las "Selecciones del Reader´s" que si algún sitio llena tu mente de muy gratos recuerdos. ¡Nunca vuelvas a él! Podrías desilusionarte.
En esa época vivía en Rengo. Un pueblito pequeño y con un gran poderío industrial que se desenvolvía a plenitud sin alterar la bucólica vida de sus habitantes.
Mi casa era muy grande. Y había un extenso espacio con árboles frutales. Durazneros, manzanos, damascos. Mas de 40 frondosos olivos, con cuyas aceitunas ya sajadas se procesaban en barricas de madera. El limonero injertado en un naranjo, daba frutos grandes, de cáscara delgada y sin pepas.
Amén de parronales con deliciosas uvas.
Puedo agregar, 5 grandes y frondosos paltos, cuyos cuescos había plantado a los 4 años de edad, ante la mirada risueña de mi padre, algo escéptico por este infantil intento.
Todas las tardes, después de hacer mis tareas escolares, mi madre me llevaba a disfrutar la naturaleza.
Tenía un rincón personal. Solamente ella accedía a ese espacio.
Estaban las flores mas bellas y perfumadas.
Un guindo con frutos rojos y dulce-ácido sabor.
Mi madre me tomaba de la mano y me invitaba a pasar a su santuario. Era como estar en el Paraíso. Me habría quedado ahí para siempre.
A veces, en el espacio al que podía acceder sin permiso, me subía a lo mas alto de una higuera para ver la puesta de sol. Sentía el viento que precede al crepúsculo, y me dejaba mecer por el cuando se colaba entre las ramas del árbol.
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Pasó la niñez. Dejamos ese pueblo y nos cambiamos a San Fernando.
Una casa esquina. Antigua. Con todas las habitaciones frente a corredores que circundaban un patio central. Con fragantes diamelos en flor.
Y un patio trasero, con parras de robustos racimos. Almendros, álamos y el espacio suficiente para andar en bicicleta sin usar las manos.
Pero mi padre no gustaba de esa ubicación. Estaba a unas 9 cuadras de su oficina, lo cual para el era muy lejos.
Abandonamos ese hogar y nos trasladamos al pleno centro de la ciudad.
La casa era mas pequeña. Tenía 252 m2 edificados. Con dormitorio principal. Uno para mi hermano menor y yo. Dos dormitorios para visitas. Un salón que contenía la biblioteca familiar que era casi el Google de hoy en día. Comedor de visitas. Comedor de diario y de servicios. Una pieza de costura. Pieza y baño de servicio.
El baño principal, que incluía una bodega: En esta se almacenaba alimentos de uso diario y un par de vasijas de vidrio, con 15 litros de vino tinto y blanco en cada una de ellas. Una bodega extra, con alimentos no perescibles, a la que se accedía por una puerta exterior, o bien por el dormitorio de visitas.
Tenía puerta de calle y una mampara. Al cruzar el umbral se entraba a una galería, que mi madre hizo construir. Allí estaba el living, una mesa para ajedrez o escritorio. Un arrimo con el teléfono. El televisor Geloso y un centenario reloj Gran Father, de más de dos metros de alto.
Frente al comedor de diario había un pequeño parrón y arbustos medicinales. Bajo el parrón, una mesa de madera con base de fierro, junto a la cual, en los meses cálidos, disfrutabamos de compartir el alimento y de beber los robustos mostos colchaguinos.
Los fines de semana eran inolvidables. Antes del mediodía nos servíamos unas empanadas grandes, jugosas y exquisitas.
Después, seguía el almuerzo: Un salpicón, plato de fondo. Segundo plato y el postre.
Contiguo al pequeño parrón, estaba justo en el centro de la casa, la mas hermosa de las camelias. Debe haber pasado los 100 años. Con una altura cercana a los 3 metros, su base estaba alfombrada por sus rojas flores. La tierra, tan fértil, recibía las semillas y las transformaba en plantitas que crecían tal como lo hace la hierba.
Esa camelia maravillosa era para mi el corazón del hogar.
Mi padre era un sibarita, llegando manejar selectos caviares y wiskies de marca.
La Navidad y Año nuevo, la celebramos en el comedor de visitas. Con champagne y fumando habanos. Después de los abrazos, mis padres bailaban un elegante y amoroso tango.
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En San Fernando hice el resto de mi enseñanza media.
Llegó el día de cortar mis raíces y trasplantarme a Santiago para estudiar en la Universidad.
Después de 20 años como capitalino tuve la ocasión de volver a Rengo. Llegué frente al que fue mi gran-gran hogar.
Solicité permiso para visitarlo. Me fue conseguido. Entré casi directo a ver mi paraíso: Todos los árboles arrasados. La tierra pelada. Y, donde estuvo el jardín secreto de mi madre, lo único que había era una piscina de cemento, rodeada por pastelones.
Salí de ahí con el alma triturada. Y encontré que lo leído acerca de no volver tenía toda la razón....