sábado, 7 de mayo de 2011
De la prensa de hoy: Servicio de utilidad pública.
Llegó a su casa arrastrando la pesadez de cualquiera. Abrió la puerta como tú o como yo pero, esta vez, no encontró lo de siempre. Una fosa común de camisas, pantalones y ropa interior revolvieron sus tripas, los cajones de la cómoda boca abajo parecían archipiélago y casi todos sus libros, abrazaban coloreando el ajeno desorden. Claramente, alguien había entrado con la intención de agarrar algo y arrancar.
Pablo se amortajó de susto, salió a la calle, fumó uno, dos cigarrillos y volvió a entrar. Llamó a la policía con el hilito de voz que escapó de su garganta y luego, realizó un inventario visual de lo que ya no estaba. Mirando la ausencia que dejan las cosas, comprobó que el televisor, el DVD y la colección de películas no piratas eran parte de lo robado y aunque también extirparon la Toyotomi, lo que realmente lo dejó helado fue descubrir que faltaba su mayor tesoro: una simple fotografía antigua, de esas que no cuestan más de 200 pesos en algún puesto de calle San Diego pero, claro, ésta tenía un valor de gigantografía para él. Tomada en 1957 y en un arcoíris de blancos y negros, retrataba el sexto de preparatoria del Liceo de Hombres de Temuco. Junto a los niños, un profesor bien parado, orgulloso como araucaria, de bigote estrecho y cabello perlado, no era otro que su abuelo paterno. En la segunda fila, vestido con chaqueta y brillando como trapelacucha figuraba su papá. El único recuerdo gráfico que mantenía de su sangre. Lamentablemente, como hace muy poco había llegado a sus manos, aún no estaba escaneada, fotocopiada ni tampoco grabada en su memoria. Pablo tenía la intención de pintarla y hacerla inmortal. Compró una tela, carboncillos y óleos pero hoy, ese sueño pertenece a distinto dueño.
No tengo idea cuántos ceros tendrá el número de fotos que diariamente se toman en el mundo entero, quizás, la cifra pellizca el infinito, a pesar de que, luego del click, la inmensa mayoría (con suerte) se miran un par de veces más antes de quedar olvidadas en algún cajón del escritorio o en una carpeta perdida dentro del PC. Desde que la película es una tarjeta de memoria y el revelado ya no existe, tratamos de eternizar un momento de dicha, disparando como francotiradores compulsivos a cualquier objetivo con olor a buen recuerdo, definitivamente, demasiadas fotos para tan poquitos ojos.
Me gusta definir la fotografía como el arte de escribir con luz, aunque, últimamente, más que sacar prefiero mirar. Puedo pasar mucho rato con el corazón de zinc y el alma de plumavit catando la misma imagen, sobre todo, si tiene un pasado de obturador, emulsión y negativo. Disfruto observando las caras de los que ya partieron, escudriñando entre sus comisuras y escuchando la ilusión que hay en sus miradas. A veces, pienso que mi peculiar afición se debe a ese poquito de nostalgia que siento por las fotografías que nadie más vuelve a mirar. Es como darles una nueva oportunidad, quizás, un homenaje tamaño carné a todos los que estuvieron antes que nosotros, por lo mismo, cada cierto tiempo, reviso las fotos añejas de mis abuelos y mis padres y siempre descubro algo nuevo; un cuello de camisa mal doblado, un papelito que jura tener alas, las estela de alguien muy apurado o un entrecejo distinto al que recordaba. El truco es saber mirar, igual como se pela una cebolla, es necesario despellejar sus capas para encontrar el segundo plano y los desenfoques de lo que realmente quisieron contar
En una sobremesa con el autor de El Fotógrafo de Dios (esa novela que habla del gran Sergio Larraín, por lejos, el mejor fotógrafo que ha parido este país), el bueno de Marcelo Simonetti planteaba que cada fotografía es una historia en línea punteada que hay que atreverse a rellenar. Se trata de imaginar qué pasó antes y qué ocurrió después de la congelada brevedad en que sus protagonistas miran el pajarito diciendo whisky. Toda fotografía es una pase de 30 metros que te deja de frente al arco de un relato, sólo se necesita pensar cuántos cuentos caben en un suspiro.
Hoy, Pablo tiene un nuevo televisor, otro DVD y una estufa a gas. Las noches de la semana las estira estrujando su memoria, tratando de dibujar en el lienzo, ya comprado, esa imagen robada que, como si hubiera sido fijada con un líquido de mala calidad, cada día se borra un poco más de sus recuerdos. Revolviendo la esperanza, los fines de semana recorre cuanto persa y feria cachurera hay en Santiago, en su bolsillo, siempre carga un par de gambas por si las moscas le sonríen.
Antes de terminar, de mi servicio de utilidad pública, se solicita que si alguien encuentra una foto tomada en 1954, del sexto de preparatoria del Liceo de Hombres de Temuco, por favor, contactarse con la redacción. Por su atención, muchas gracias.
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