Recuerdo cuando, en mi niñez, mi madre me regaló un oso azul de paño lenci. Con dos botones dorados que hacían de ojos y ¡Una naríz de lacre rojo!
En esa época vivía en un pequeño pueblo provinciano. En una casa-quinta llena de arboles frutales y muchas flores.
Yo era muy tímido, soñador e introvertido. El oso me pareció sería un gran amigo. Le bauticé con el nombre de "Valiente". Me acompañaba cuando trepaba a lo alto de los árboles. Y, en la noche, velaba por mi sueño.
Me gustaba conversar con el: De mis alegrías, penas y proyectos. Valiente era un gran escuchador.
Fue pasando el tiempo. Tenía su naríz resquebrajada.Los brazos algo sueltos y sus ojos dorados unas cuantas peladuras.Seguía siendo mi confidente. Las nanas de la casa se reían irreverentemente de mi amigo: ¡Como le conversa!¡Como lo abraza! Yo no les hacía caso.
Y llegó el día en que hubo un cambio en la rutina, nos trasladaríamos a una ciudad cercana. Y comenzamos a preparar las maletas. Guardamos en grandes cajas todo lo que viajaría con nosotros. Y fuí a buscar a mi osito. ¡Y no lo encontré!Nadie le había visto.
Me sentí mas triste que cuando mi padre, sin preguntarme, regaló mi triciclo verde, con campanilla, con tapabarros cromados,ruedas con rayos, neumáticos que se inflaban, caja de herramientas de cuero. Era una joya de la juguetería inglesa.
Fue obsequiado a un muchacho al cual detestaba, al igual que a su familia. Les encontraba engreídos y prepotentes.Y el beneficiado, sabiendolo, pasaba por la puerta de mi casa pedaleando veloz y tocando la campanilla.
Volviendo a mi osito, nunca mas apareció. Sin embargo, cuando volvía a recordarlo, veía miradas de inteligencia entre las nanas y mi madre. Quizás ese sufrimiento por el amigo perdido era el primer paso para entrar a la adolescencia...
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