Jorge lucía mas maduro que sus compañeros de curso. A veces llegaba al colegio en una gran camioneta que estacionaba en el frontis. Vestía sobriamente, siempre bien afeitado, respetuoso, amable, cordial.
Su padre tenía la concesión del Club Social en una ciudad vecina. Era famosa la historia de su perro regalón al cual alimentaba con el menú del día y acompañado de algún licor espirituoso. El perro pasaba ebrio y terminó muriendo obeso y cirrótico.
Jorge era condiscípulo de mi amigo Julio. A veces los tres nos juntábamos para estudiar. Nos gustaba hacerlo de noche. Gozábamos del silencio de nuestra ciudad provinciana y, en ocasiones nos dábamos recreo saliendo al patio a mirar el cielo azul oscuro y unas estrellas que era un regalo el contemplarlas.
Cuando el padre de Jorge vio que su hijo tenía la edad suficiente, decidió que “era tiempo que se hiciera hombre”. Y, como se usaba en los años “60, lo llevó al mejor prostíbulo de la ciudad. Allí pidió una habitación con dos camas, con sendas hetairas campesinas.
Jorge nos contaba que fue inolvidable: El había hecho una vez el amor, y su padre ¡Tres veces!
Cuando se acercaba el fin de año, en las noches de Navidad y Año Nuevo, nuestro amigo partía hacia la Plaza de Armas de la ciudad, a esas horas casi del todo solitaria. Ubicaba sin mayores problemas al carabinero de ronda, se acercaba a él y le decía que “sabía que estaba sólo, cumpliendo con el deber sagrado de proteger a la comunidad. Que no ignoraba que eso significaba sacrificar el estar con sus seres queridos, la amada, la esposa, sus hijos o sus padres”. Por eso mismo, Jorge le decía que “venía a acompañarle un momento, para agradecer su labor y al mismo tiempo brindar con el por mejores tiempos”. Sacaba de su chaqueta un par de vasos y una botellita con cola de mono o champagne, según la ocasión. Bebían juntos, le daba la mano o un abrazo y se despedía dejando a un fiel servidor de la ley, pleno de una gran emoción (Y quizás un poquito mareado). Y, el resto del año, Jorge manejaba la camioneta sin que jamás nadie le pasara un parte.
Pasó el tiempo, llegó el momento en que debía irme a Santiago para estudiar en la Universidad. Todos los amigos partieron cada uno por su lado.
Años después, Julio vivía en Arica por motivos de trabajo. Un día de visita en la capital me ubicó y conversamos recordando nuestros años de juventud. De repente se acordó de algo y me dijo: “¿Sabes con quien me encontré en Arica? ¡Con nuestro amigo Jorge!”.”Andaba con un bolso con vasos y una botella de pisco y, al que se le cruzaba en el camino, le ofrecía un traguito”.”¡Estaba casi totalmente alcoholizado!”.
Sentí mucha pena. Siempre pensé que tendría un futuro brillante. Nunca supe cual fue la causa que lo llevó a ese destino.
Años después me enteré que Jorge se vino a Santiago. Vivía en un departamento. Sólo. Una tarde, se tropezó en la tina de baño se golpeó en la cabeza y…a los dos días le encontraron ya muerto, mientras el agua de la ducha cubría su cuerpo con una líquida mortaja.
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