viernes, 18 de julio de 2008

Mi adios a las armas...

Ya les he contado de mi amigo Julio. Un día pasé a saludarle. Me recibió sonriente con una expresión casi triunfal: "¡Mira", me dijo, mostrándome un rifle que blandía en su diestra. "Quiero que aprendamos a usarlo". Era a comienzos de los años "60. La vida provinciana era así, tranquila hasta el bostezo. Un rifle calibre 22 no parecía mas mortal que una honda, o una palabra fuerte lanzada al espacio. Decidimos practicar disparando a la llama de una vela. Gastamos muchas balas y, al final de una semana, podíamos apagar la llama a una distancia de casi 2 metros y ¡Sin derribar la vela! Nos sentíamos listos para las olimpiadas.


Un fin de semana, Julio me invitó a comer ave escabechada. Me llamó la atención. No era fácil conseguirlas. Sin preguntar nada, la respuesta llegó pronta. La casa de mi amigo estaba a una cuadra de la Plaza. En la plaza, la Iglesia parroquial y en su techo ¡Decenas de palomas! Julio puso semillas de trigo sobre las tejas de su casa. Las palomas lo descubrieron y volaron raudas quedando a distancia de rifle del francotirador que las esperaba sentado en una escalera. Disfrutamos de la comida y del conversar.

Mi anfitrión vivía con su padre y una anciana tía. Como ya habíamos logrado las metas fijadas para el rifle, decidimos enprender un nuevo desafío: Disparar a objetos pequeños y a distancias mayores. Después de las habitaciones, había un gran patio. A su izquierda un pasillo flanqueado por altas columnas de madera. Al fondo, un depósito de leña que terminaba en una pared de adobes. Afirmada en esta, Julio puso una escalera y, en sus peldaños, los blancos a alcanzar: El precioso juego de té, en plaqué, de su tía.


Al comienzo, no sucedía nada. Estábamos a unos 12 metros de distancia. Cuando ¡Al fin, un blanco! Sentimos el sonido del metal al ser alcanzado. Y el de la caída del blanco color plata. Seguimos cada vez con más aciertos hasta que terminamos con la provisión de proyectiles.


Con nuestras mentes adolescentes que gozaban de descubrir el mundo, ya nos habíamos olvidado de las armas y buscabamos otras tareas que emprender.


Cierta tarde llegaron de visita unos parientes de la capital. Sarita, la tía de Julio, decidió lucirse ofreciéndoles una tacita de té. La vimos acercarse a la vitrina encristalada que protegía su tesoro. Tomó la tetera, la llevó a la cocina para echarle el agua. Sarita, a sus años, era muy corta de vista. Abrió la llave y quedó al borde del colapso al descubrir que la tetera ¡había mutado a colador!


Me di cuenta que era la hora más adecuada para retornar a casa. Me despedí cortesmente (no sé si alguien me escuchó) y decidí volver el próximo año bisiesto.

Un par de años después, estando en Buenos Aires, visité una feria internacional. Me llamó la atención un sector de entretenciones. En el había un tiro al blanco, con los objetivos colgando de un delgado alambre al final del espacio. Se usaban rifles calibre 22 con balas de verdad. ( ¿Se los imaginan si así fuese en los actuales tiempos?). Después de disparar, los blancos eran acercados al cliente mediante un sistema de poleas. Decidí recordar mis dotes, tomé el arma y disparé. Eran 5 tiros por vez. Los 4 primeros anduvieron cerca de los puntajes máximos y, el quinto cortó el alambre que sostenía el blanco, obligando al cese de la entretención durante todo el tiempo necesario para reparar el resultado de mi proeza. Cuando ví el rostro enrojecido del operador acercarse velozmente y con una mirada asesina del tercer nivel, aproveché de retirarme con la máxima velocidad que da la adrenalina juvenil. Estuve a punto de llegar a la frontera chilena. Nunca mas he vuelto a tomar un arma de fuego.

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