Una entretenida y ágil historia
justo para alegrar el alma en los comienzos de esta Primavera.
CAMBIO DE ESTACIÓN
Autora: Lillian Maturana C.
La Primavera hizo su entrada puntualmente el día veintiuno.
Y se resfrió. El Invierno, que tenía pocas ganas de irse, había estado recién haciendo su maleta.
Un aguacero y una tarde de granizo se resistían a entrar junto con el resto del equipaje, y el viejo tenía unas ganas locas de arrojarlos sobre la tierra antes de irse.
No era cosa de abandonar el campo de batalla sin disparar un par de tiros como despedida. Además, le cargaba la Primavera.
Esa chiquilla loca que llegaba lanzando flores a diestra y siniestra y bailando con los pies desnudos sobre las praderas. ¡Quién sabe por qué no envejecía nunca!
Siempre saltando y correteando, como una niña. Y con un séquito de mariposas incondicionales que la seguía a todas partes y la envolvía como un manto multicolor.
En cambio, el Invierno siempre había sido viejo. No se acordaba de haber conocido la juventud, ni siquiera en los albores de la creación. Rezongaba, gruñía y sacudía la tierra con sus vientos huracanados. Llegaba vestido con su viejo impermeable de niebla y cargado con el bolsón de las tempestades.
Al verlo aparecer, los árboles temblaban asustados y en un solo suspiro, soltaban sus últimas hojas.
Quedaban desnudos y ateridos y la escarcha aprovechaba para envolverlos en papel celofán y congelarles la savia que animaba sus corazones.
Pero, ahora, el viejo malhumorado se iba. Porque la fecha en el calendario se lo exigía, no porque de verdad quisiera irse. Sólo por aparentar que acataba las normas, se sentó sobre su maleta, tratando de cerrarla.
Un relámpago travieso se escapó y le chamuscó los faldones del abrigo. Lo volvió a meter, bien apretado entre dos nubarrones, pero el aguacero y la tarde con granizos, definitivamente se quedaron afuera.
-¡No tengo más remedio!- dijo en voz alta el Invierno, fingiendo contrariedad. Pero en el fondo estaba feliz de tener una disculpa para soltarlos sobre los campos.
El aguacero salió de estampida y se lanzó sobre los cerezos recién florecidos. Inundó varios nidos y mató a los pajaritos sin plumas que piaban en su interior.
El pasto quedó cubierto por un manto de pétalos. -¡Habríamos podido llegar a ser sabrosas frutas!- exclamaron las flores al expirar.
Bajó la temperatura y entró en acción el granizo. Brincó con sus zapatitos de vidrio sobre los techos y golpeó en las ventanas, llamando a los niños a jugar.
Sus abalorios de hielo enjoyaron los prados y troncharon los tallos de los juncos que acababan de florecer.
Y en ese preciso momento, llegó la Primavera.
Venía riendo y saltando por el camino.
Un cinturón de pájaros ajustaba su túnica y las mariposas brillaban como gemas de mil colores, engarzadas en el oro de sus cabellos. De pronto, sus pies desnudos se hundieron en un charco de agua helada. Y en lugar de escuchar el trino de los pájaros, saludándola, oyó el rugido del viento y el zapateo del granizo, bailando sobre los tejados.
Se detuvo sorprendida y un escalofrío la hizo estremecer. Su túnica mojada se adhirió a su cuerpo y asustadas, las mariposas se escondieron entre sus cabellos, tratando de proteger sus alas de la furia del vendaval.
La Primavera estornudó.
Algunos árboles se apresuraron a tenderle sus hojitas verdes, recién estrenadas, para que las usara de pañuelo. Pero ya el mal estaba hecho. ¡Se había resfriado!
El Invierno se rió con crueldad. Se hundió el sombrero hasta los ojos, tomó su maleta y partió a la Estación a tomar el tren que lo llevaría al otro hemisferio.
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