"La vida de hoy tiene el ritmo de los ríos", escribía Antonio Machado allá por los años 20 del siglo pasado.
¿Con qué imagen podríamos comparar hoy el ritmo de nuestra vida, con qué metáfora? ¿Con una cascada? ¿Con un aluvión? ¿Con un vendaval? ¿O bien con esa extraña y temible sensación que produce el vértigo? El vértigo es ese vahído, esa turbación del juicio (como dice el diccionario) que conlleva un instante de locura, un intenso y, por fortuna, pasajero desquiciamiento de nuestra mente. Pero desquiciamiento al fin.
¿Con qué imagen podríamos comparar hoy el ritmo de nuestra vida, con qué metáfora? ¿Con una cascada? ¿Con un aluvión? ¿Con un vendaval? ¿O bien con esa extraña y temible sensación que produce el vértigo? El vértigo es ese vahído, esa turbación del juicio (como dice el diccionario) que conlleva un instante de locura, un intenso y, por fortuna, pasajero desquiciamiento de nuestra mente. Pero desquiciamiento al fin.
En las alturas, para los que lo padecen, es el repentino reino del pánico, del terror... el miedo al vacío, a los abismos sin límites, a la pérdida de la razón.
La vida nuestra de cada día es un remolino. La información nos apabulla: casi todo lo sabemos al instante. La adrenalina corre por nuestro cuerpo porque cada vez queremos saber más, y no hay límite en ese pozo sin fondo. Parecería que si no estamos informados de todo lo que pasa no supiéramos nada. Y en realidad nunca lo sabremos todo y siempre ignoraremos un montón. Es una lucha en la que vamos a perder eternamente. Pero insistimos, porque tenemos voracidad de conocimientos, lo cual es loable, claro está. Ponemos el noticiero de la radio mientras hablamos por nuestro celular, leemos los mensajes de texto y conducimos el auto con una sola mano. Todo al mismo tiempo.
En un taxi o en el coche de un amigo, seguimos igual. Hablamos con nuestro interlocutor, pero en realidad estamos pendientes del teléfono móvil que suena y, de las fotos que podemos sacar. En los bares, estamos atentos a lo que se ve en el televisor colgado en lo alto (por lo general, partidos de fútbol o de tenis), mientras tocamos las teclas de la notebook, desplegada sobre la mesa del café, para saber si entró un e-mail nuevo (se están vendiendo 300 computadoras portátiles por día en nuestro país).
En las oficinas, ni hablemos. Hay una sobrecarga: la vista clavada en la pantalla que nos acerca instantáneamente todos los mundos posibles. Los negocios, las noticias, la meteorología, los viajes, los deportes, el arte, las ciencias, lo que queremos comprar, lo que queremos vender, todo, absolutamente todo, al ritmo de nuestros deseos.
La tecnología y las maravillas que ha traído la modernidad hacen que todos seamos hombres y mujeres orquesta. Mientras cocinamos un guiso con una mano, calentamos la comida de los niños en el microondas con la otra. Contestamos el correo electrónico en el escritorio y conversamos con un amigo gracias al teléfono inalámbrico, pasando así de un cuarto a otro y enderezando, al pasar, la alfombra del living o los cuadros en la pared. Leemos mientras escuchamos música, en los medios de transporte o a la noche, para potenciar el efecto del somnífero. Y cuando salimos, nos mareamos en las megatiendas y en los supermercados y vemos cómo los chicos pasan horas hipnotizados con el chat y con los juegos electrónicos.
En esta locura hiperkinética vivimos día tras día. Ya ni nos damos cuenta de las mil cosas que hacemos al mismo tiempo. ¿Quién va a dar crédito a las palabras de aquel monje budista que un día nos dijo que no pueden hacerse dos cosas a la vez? ¿O al refrán popular que sostenía que no podemos tener el trasero en dos sillas? El ritmo de los videoclips no fue un invento artístico: es la copia de nuestra realidad diaria. Casi no podemos terminar una acción que ya está la otra, superpuesta, mientras llega la tercera que se le va a sumar.
No tenemos tregua. Vivimos excitados, sobresaltados. Corremos de un lado a otro, y cuando nos detenemos es para darnos cuenta de todas las cosas que aún nos falta hacer. En esta era que a la clase media le toca vivir se ha llegado muy alto. Tan alto que el vértigo nos acecha. Y, con este vértigo, ¿cómo no van a aumentar los ataques de pánico, las fobias y otro montón de enfermedades llamadas "de la civilización": enfermedades cardíacas, hipertensión, bulimia y anorexia, y, por supuesto, el insomnio, que afecta a un 30% de la población mundial.
A todo esto se lo llama estrés y casi parece imposible no sufrirlo. ¿Quién no vive hoy día estresado, alienado, desbordado? ¿Y cómo no se va a estar estresado con el ritmo enloquecedor que se ha apoderado de nuestra existencia y que, al parecer, no podemos o no sabemos controlar?
Escribió el psiquiatra y pensador R. D. Laing en La política de la experiencia : "Hemos nacido en un mundo donde la alienación nos espera con los brazos abiertos. Somos hombres (y mujeres) potencialmente, pero nos hallamos en un estado alienado y dicho estado no es simplemente un estado natural. (...) Como adultos, hemos olvidado la mayor parte de nuestra infancia: no sólo su contenido, sino también su sabor. Como hombres, apenas si recordamos nuestros sueños".
¿Cómo hacer para parar este vértigo que nos abruma y marea, esta vorágine que nos devora, esta ansiedad por tenerlo todo, por abarcar lo inabarcable, por controlar lo incontrolable, por no perderse nada de este atractivo mundo de la tecnología?
Los gimnasios llenos de gente hablan de cierto grado de toma de conciencia. Y también las personas corriendo en los parques, haciendo footing por la mañana, buscando lugares paradisíacos para los fines de semana largos y para sus vacaciones . Pero ¿será suficiente? ¿O habrá que hacerse un cuestionamiento más profundo que implique un cambio interno realmente transformador?
"¿Qué es esta vida cuando, llenos de cautela, no tenemos tiempo de detenernos y contemplar?", dice un poema de William Henry Davies. No se trata de vivir fuera de este tiempo tan prodigioso. Se trataría, más bien, de que las cosas no giren locamente, de encontrar un eje, un equilibrio que evite el vértigo; de avanzar dentro de uno mismo con un entusiasmo y un tesón idénticos a los que usamos para acceder a los progresos de afuera. Simplemente, encontrando una serenidad que nos es propia, esencialmente nuestra.
La vida nuestra de cada día es un remolino. La información nos apabulla: casi todo lo sabemos al instante. La adrenalina corre por nuestro cuerpo porque cada vez queremos saber más, y no hay límite en ese pozo sin fondo. Parecería que si no estamos informados de todo lo que pasa no supiéramos nada. Y en realidad nunca lo sabremos todo y siempre ignoraremos un montón. Es una lucha en la que vamos a perder eternamente. Pero insistimos, porque tenemos voracidad de conocimientos, lo cual es loable, claro está. Ponemos el noticiero de la radio mientras hablamos por nuestro celular, leemos los mensajes de texto y conducimos el auto con una sola mano. Todo al mismo tiempo.
En un taxi o en el coche de un amigo, seguimos igual. Hablamos con nuestro interlocutor, pero en realidad estamos pendientes del teléfono móvil que suena y, de las fotos que podemos sacar. En los bares, estamos atentos a lo que se ve en el televisor colgado en lo alto (por lo general, partidos de fútbol o de tenis), mientras tocamos las teclas de la notebook, desplegada sobre la mesa del café, para saber si entró un e-mail nuevo (se están vendiendo 300 computadoras portátiles por día en nuestro país).
En las oficinas, ni hablemos. Hay una sobrecarga: la vista clavada en la pantalla que nos acerca instantáneamente todos los mundos posibles. Los negocios, las noticias, la meteorología, los viajes, los deportes, el arte, las ciencias, lo que queremos comprar, lo que queremos vender, todo, absolutamente todo, al ritmo de nuestros deseos.
La tecnología y las maravillas que ha traído la modernidad hacen que todos seamos hombres y mujeres orquesta. Mientras cocinamos un guiso con una mano, calentamos la comida de los niños en el microondas con la otra. Contestamos el correo electrónico en el escritorio y conversamos con un amigo gracias al teléfono inalámbrico, pasando así de un cuarto a otro y enderezando, al pasar, la alfombra del living o los cuadros en la pared. Leemos mientras escuchamos música, en los medios de transporte o a la noche, para potenciar el efecto del somnífero. Y cuando salimos, nos mareamos en las megatiendas y en los supermercados y vemos cómo los chicos pasan horas hipnotizados con el chat y con los juegos electrónicos.
En esta locura hiperkinética vivimos día tras día. Ya ni nos damos cuenta de las mil cosas que hacemos al mismo tiempo. ¿Quién va a dar crédito a las palabras de aquel monje budista que un día nos dijo que no pueden hacerse dos cosas a la vez? ¿O al refrán popular que sostenía que no podemos tener el trasero en dos sillas? El ritmo de los videoclips no fue un invento artístico: es la copia de nuestra realidad diaria. Casi no podemos terminar una acción que ya está la otra, superpuesta, mientras llega la tercera que se le va a sumar.
No tenemos tregua. Vivimos excitados, sobresaltados. Corremos de un lado a otro, y cuando nos detenemos es para darnos cuenta de todas las cosas que aún nos falta hacer. En esta era que a la clase media le toca vivir se ha llegado muy alto. Tan alto que el vértigo nos acecha. Y, con este vértigo, ¿cómo no van a aumentar los ataques de pánico, las fobias y otro montón de enfermedades llamadas "de la civilización": enfermedades cardíacas, hipertensión, bulimia y anorexia, y, por supuesto, el insomnio, que afecta a un 30% de la población mundial.
A todo esto se lo llama estrés y casi parece imposible no sufrirlo. ¿Quién no vive hoy día estresado, alienado, desbordado? ¿Y cómo no se va a estar estresado con el ritmo enloquecedor que se ha apoderado de nuestra existencia y que, al parecer, no podemos o no sabemos controlar?
Escribió el psiquiatra y pensador R. D. Laing en La política de la experiencia : "Hemos nacido en un mundo donde la alienación nos espera con los brazos abiertos. Somos hombres (y mujeres) potencialmente, pero nos hallamos en un estado alienado y dicho estado no es simplemente un estado natural. (...) Como adultos, hemos olvidado la mayor parte de nuestra infancia: no sólo su contenido, sino también su sabor. Como hombres, apenas si recordamos nuestros sueños".
¿Cómo hacer para parar este vértigo que nos abruma y marea, esta vorágine que nos devora, esta ansiedad por tenerlo todo, por abarcar lo inabarcable, por controlar lo incontrolable, por no perderse nada de este atractivo mundo de la tecnología?
Los gimnasios llenos de gente hablan de cierto grado de toma de conciencia. Y también las personas corriendo en los parques, haciendo footing por la mañana, buscando lugares paradisíacos para los fines de semana largos y para sus vacaciones . Pero ¿será suficiente? ¿O habrá que hacerse un cuestionamiento más profundo que implique un cambio interno realmente transformador?
"¿Qué es esta vida cuando, llenos de cautela, no tenemos tiempo de detenernos y contemplar?", dice un poema de William Henry Davies. No se trata de vivir fuera de este tiempo tan prodigioso. Se trataría, más bien, de que las cosas no giren locamente, de encontrar un eje, un equilibrio que evite el vértigo; de avanzar dentro de uno mismo con un entusiasmo y un tesón idénticos a los que usamos para acceder a los progresos de afuera. Simplemente, encontrando una serenidad que nos es propia, esencialmente nuestra.
Esta serenidad existe, es, aparece y surge con naturalidad cuando estamos en silencio, mirando un atardecer o el cielo estrellado. Cuando nos permitimos dejar de lado las especulaciones de la mente y abrir nuestro corazón.
Alina Diaconú es escritora. Su libro más reciente es “Intimidades del ser”.
Alina Diaconú es escritora. Su libro más reciente es “Intimidades del ser”.
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